La seducción del chocolate

El chocolate está de moda. Es un vicio apto para todos los bolsillos, que propone en nuestros días toda suerte de sofisticaciones, desde la alta cocina hasta el súper de barrio. No exige, como el vino o los restaurantes de vanguardia, aprendizaje previo y ofrece, en dosis relativamente moderadas, un placer instantáneo que se puede compartir o incluso regalar.
En plena era de la alimentación sana, los nutricionistas nos han descubierto que el cacao, desprovisto de derivados lácteos, bollerías y azúcares excesivos, no resulta tan peligroso —dietéticamente hablando— como lo pintaban. Además, las nuevas tecnologías culinarias permiten realizar con él auténticas filigranas con el mínimo aporte calórico. Y hasta las nuevas generaciones más modernas lo han acogido con deleite.
Cuenta la leyenda que el árbol del cacao, o 'cacahuaquahitl', fue un regalo del dios Quetzalcóatl a los pueblos indígenas de Centroamérica: mayas, aztecas, toltecas y demás. Según parece, el rey Moctezuma lo consumía profusamente en infusión especiada antes de irse de caza y los colonizadores españoles que arribaron al Yucatán, allá por 1523, lo probaron sin demasiado entusiasmo. Sólo los religiosos que acompañaban la expedición hallaron en este brebaje motivo de interés, por sus cualidades nutritivas y reconstituyentes.
Y así, decidieron traer las habas del cacao a la Península Ibérica, para difundirlo primero en los monasterios y en la Corte después. A pesar de su sabor fuerte, amargoso y levemente picante, el brebaje tuvo éxito por tratarse de una novedad cara y exótica, y por haberse labrado con el tiempo cierta fama de producto medicinal e incluso afrodisíaco. Después, el florentino Ailtonio Carletti introdujo el chocolate en Italia y Ana de Austria, hija de Felipe III, lo llevó a Francia al desposarse con Luis XIII.
Al mismo tiempo que los mejores cocineros de palacio iban mejorando la receta añadiéndole canela, nuez moscada, jengibre, almizcla o ámbar al polvo tostado del cacao, surgieron las primeras alabanzas ilustres referidas al mismo. La célebre cortesana Madame de Sevigné lo recomendaba como digestivo, pero también como estimulante, al tiempo que advertía sobre los efectos letales de su abuso y hasta lo consideraba peligroso para las jóvenes en cinta. Mientras que el legendario gastrónomo Brillat-Savarin lo ensalzaba como una droga, como el mejor remedio contra la fatiga física y mental y la melancolía, llegando a bautizarlo en sus escritos como “el chocolate de los afligidos.
En las primeras décadas del siglo XIX nacieron industrias como Cadbury en Gran Bretaña o Nestlé y Lindt, en Suiza, que contribuyeron a la democratización de este manjar, en forma de polvo soluble o de las tabletas que hoy conocemos. Desde entonces, el chocolate se ha convertido en el rey de los dulces, tanto en clave familiar como en la alta restauración. Las confiterías galas y belgas se especializaron en la elaboración de bombones y los reposteros de Centroeuropa idearon tartas hoy universales como la Selva Negra alemana o la Sacher, inventada en el hotel vienés del mismo nombre en el XIX -uno de sus postres emblema-. Por nuestra parte, en la Villa y Corte española, triunfaba la costumbre popular de culminar una noche de farra canalla con un reconfortante chocolate con churros, ideal para compensar los excesos alcohólicos.

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